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El gran debate sobre la innovación |
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| Con el ritmo acelerado del cambio tecnológico que hace girar nuestras cabezas, tendemos a pensar que nuestra era es la más innovadora de todas. Tenemos smartphones y supercomputadores, inmensas cantidades de datos y nanotecnologías, terapias de genes y trasplantes de células madre. Los gobiernos, universidades y empresas en conjunto invierten alrededor de US$ 1,4 millón de millones en investigación y desarrollo, cantidad jamás desembolsada antes.
Aunque a nadie recientemente se le ha ocurrido un invento la mitad de útil que el retrete. Con sus líneas claras e interfaz intuitivo, el humilde retrete transformó las vidas de miles de millones de personas. Y no sólo fue una cuestión de higiene moderna que saltó desde las mentes de los genios de finales del siglo XIX y principios del siglo XX: ellos produjeron automóviles, aviones, el teléfono, la radio y antibióticos.
La ciencia moderna ha fracasado en fabricar algo que tenga el mismo impacto y, es por esta razón que existe una gran bandada de pensadores afirmando que el ritmo de las innovaciones ha disminuido. De forma interesante, los pesimistas no sólo incluyen a académicos como Robert Gordon, el economista estadounidense que le ofreciera al retrete una prueba de desinnovación, sino además incluyen a empresarios como Peter Thiel, un capitalista de riesgo detrás de la red social Facebook.
Si los pesimistas tienen razón, las implicaciones son enormes. Las economías pueden generar crecimiento al añadir más cosas: más trabajadores, inversiones y educación. Pero los aumentos sostenidos en la producción por persona, necesarios para elevar los salarios y el bienestar, implican utilizar las cosas que ya tenemos de una forma mejorada –en otras palabras, innovándolas. Si el ritmo al cual innovamos, y esparcimos esa innovación, disminuye, entonces además, con otras cosas que son iguales, lo hará nuestro ritmo de crecimiento.
La contribución del progreso tecnológico de esta generación recae mayormente en las tecnologías de la información (mejor conocida por sus siglas TI). Más bien como la electrificación cambió todo al permitir que la energía fuera utilizada lejos de donde ésta es generada, las tecnologías de la computación y las comunicaciones transforman las vidas de las personas y las empresas al permitirles realizar cálculos y conexiones mucho más allá de su propia capacidad. Pero como sucede con la electricidad, las empresas tardarán en aprender cómo utilizarlas, así que probablemente pasarán décadas antes de que se sienta su impacto por completo.
El poder computacional ya está contribuyendo en avances dramáticos mucho más allá del campo de las TI. Las impresiones de tipo tridimensional pueden generar una nueva revolución industrial. Los vehículos autónomos, como los automóviles sin conductor producidos por Google, podrían llegar a ser comunes en las calles en el transcurso de una década. El desempeño de las prótesis humanas se está poniendo al día con rapidez con respecto al campo de las extremidades naturales.
Y aunque todavía es demasiado pronto para juzgar cuán importantes resultarán estas innovaciones, la globalización debería hacer de esto un período fructífero para la innovación. Muchos más cerebros se encuentran trabajando ahora que hace 100 años: los inventores estadounidenses y europeos se han unido a la carrera para producir cosas grandiosas con los japoneses, brasileros, hindúes y chinos. Así que existen buenas razones para pensar que los innovadores jugos del siglo XXI fluirán con rapidez.
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Este es el resumen del artículo "El gran debate sobre la innovación" publicado en Enero 12, 2013 en la revista The Economist.
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