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Brasil post tormenta | 
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| La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, fue abucheada el 15 de junio pasado al inaugurar la Copa de Confederaciones, un adelanto de lo que podría ocurrir en un año, cuando comience la Copa Mundial. Con 57% de popularidad, Rousseff no estaba preparada para lo que empezó a suceder en las calles de São Paulo. Su primera opción fue no intervenir en un conflicto que parecía local: el alza de las tarifas del transporte público en la ciudad. Diez días más tarde, más de un millón de personas protestaban en las principales ciudades del país, con escenas puntuales de violencia y vandalismo, y ella aún se resistía a hablar. El 21 sus asesores le exigieron un pronunciamiento oficial. Necesitaba un texto que no se prestase a malos entendidos y por consejo del expresidente Lula consultó al ministro de Comunicaciones, Franklin Martins, quien encontró un tono al gusto de la presidenta. Habló durante 20 minutos intentando alejar del gobierno federal las culpas de la crisis, pero no logró disfrazar su dificultad para responder a las demandas sociales y su inseguridad ante lo que ocurría, e indignó a los gobernadores y alcaldes, también involucrados en la crisis.
De la noche a la mañana, Dilma comprendió que los beneficiarios del programa Bolsa Familia no alcanzaban para sustentar su popularidad. En un intento por reconstruir sus canales directos con la sociedad, llamó a los sindicatos, movimientos estudiantiles y políticos a debatir, y a los gobernadores y alcaldes a negociar un paquete de proyectos que debían aliviar la presión en las calles. Pero este cambio de postura chocaba con su estilo. La reunión con los alcaldes y gobernadores comenzó amena, pero fue subiendo de tono y muchos se retiraron molestos. Dilma avisó que la reducción de las tarifas del transporte era un compromiso personal y que todos debían tratar de hacerla viable. Ante la incomodidad de algunos, dobló la apuesta: el que no bajara las tarifas, debería transparentar todos los costos del sistema.
Con el Congreso la tensión fue más evidente. Los más fogueados no tardaron en leer el intento de Dilma de mostrarlos como obstáculo para la aprobación de leyes que mejoren los servicios públicos. Su reacción fue acelerar las votaciones y apoyar el pacto nacional propuesto por ella. El presidente del Senado, Renan Calheiros, un crack en la supervivencia política, listó los proyectos que se tramitaban y presentó su propia propuesta de pasaje libre para los estudiantes. En la Cámara, los diputados aprobaron destinar los royalties del petróleo a proyectos de salud y educación y redujeron impuestos que inciden directamente en las tarifas del transporte público.
A diferencia de su colega chileno Sebastián Piñera, Dilma se ha decantado por un discurso “progresista” y “empático”. Tampoco ha recurrido al viejo recurso de la conspiración extranjera, como su colega Recep Tayyip Erdogan. En lo que sí se parece al premier turco es en la tendencia al micro-management. Les reprocha a sus ministros una gestión pobre en servicios como salud y transporte público, y decidió monitorear directamente estas carteras, solicitándoles a los respectivos ministros un levantamiento exhaustivo de los proyectos concluidos, en curso y pendientes. Los problemas de Dilma están lejos de terminar. Su popularidad ya desbarrancó casi 27%, según una encuesta realizada antes y después de las protestas. A un año de las elecciones presidenciales su intención de voto se redujo de 51% a 30%, la caída más abrupta de un gobernante desde el regreso de la democracia. El tiempo corre para que la presidenta transforme los abucheos de la Copa de Confederaciones en los vítores del Mundial.
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Este es el resumen del artículo "Brasil post tormenta" publicado en Agosto 2013 en la revista América Economía.
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