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La violencia nuestra de todos los días |
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| Una guerra urbana azota a muchas ciudades latinoamericanas. Los ciudadanos la ven en directo (si tienen mala suerte), en los noticiarios o en las redes sociales, en una espiral que va desde el horror y la indignación hasta el hastío. De tanto repetirse dejan de asombrar; o peor aún: generan costumbre. Con el 8% de la población mundial, América Latina es escenario del 42% de los homicidios que ocurren en el planeta. Una tasa superior a 10 homicidios por cada 100.000 habitantes es considerada una epidemia por los organismos internacionales. Once de los 19 países de América Latina están en esa situación. La lista la encabeza Honduras, con 91,6 muertes por cada 100.000 habitantes, seguido por Venezuela y Guatemala, con 45 y 38,7, respectivamente. Al otro extremo está Chile, con 5,4, un índice comparable al de los países desarrollados.
Las consecuencias son tangibles. La arquitectura de las ciudades se llena de rejas y muros, de alarmas, cámaras, portones electrificados. Y mientras el que puede, paga, las familias con menos recursos se organizan para vigilar sus vecindarios y poblados y administrar justicia de manera informal. En casos extremos se llega al linchamiento, no sólo en comunidades rurales de Perú y Bolivia, sino también en grandes ciudades como Caracas. Pese al crecimiento económico, la reducción de la pobreza y de la desigualdad, la región sigue cargando con esta violencia endémica. Un informe del PNUD apunta a un mayor número de familias monoparentales, el embarazo adolescente y la deserción escolar, entre otros factores. Más de la mitad de los no termina la secundaria para trabajar y sustentar familias precoces y tener acceso a bienes de consumo.
Todo lleva a pensar que la epidemia tiene por protagonistas a un ejército amorfo de jóvenes pobres, fuera del sistema educativo y con acceso fácil a armas y drogas ilícitas. Del otro lado está un sistema penal fracturado y precario. En muchos países el circuito policía-justicia-cárceles está completamente superado por la magnitud del problema, paralizado por la burocracia y la corrupción. La correlación entre número de policías y niveles de violencia no parece fácil de establecer a primera vista. Y las cárceles, que debieran ser parte de la solución, se han convertido en un problema de grandes proporciones. La violencia urbana es un rasgo de nuestras ciudades, pero queda la interrogante de si ésta ha aumentado, disminuido, o solo se ha tornado más visible. No hay datos certeros y la información no es del todo confiable para hacer un análisis preciso de transformación cuantitativa de la violencia y el delito.
La delincuencia es un fenómeno altamente complejo y multicausal, que no puede ser explicado por algunas pocas variables y métodos cuantitativos tradicionales. El combate y prevención del delito mediante políticas públicas ha resultado un quebradero de cabeza para los gobiernos de la región. Lo fundamental es tratar de hacer valer la ley y utilizar el sistema de persecución penal de forma costo-efectiva. Eso además de diseñar espacios y productos que dificulten el accionar delictivo, y levantar programas sociales de largo plazo que ataquen sus variables de origen: pobreza, exclusión, racismo, el vínculo entre armas y drogas ilegales. Tal vez no falten más cárceles, sino mejores cárceles; no más policías, sino policías mejor pagados y entrenados. Los gobiernos latinoamericanos han aplicado con éxito programas de transferencias monetarias condicionadas, pero no hay ninguno enfocado exclusivamente a los jóvenes. Mientras tanto, la guerra continúa.
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Este es el resumen del artículo "La violencia nuestra de todos los días" publicado en Marzo 2014 en la revista América Economía.
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