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No tan inteligente | 
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| Comparar las habilidades de una computadora con las de un jugador de ajedrez dice poco sobre la inteligencia. La idea no es nueva, se manejó en el siglo XVIII con la construcción de un hombre mecánico que podía mover las piezas rápidamente haciendo ver a la gente sus destrezas en el juego de mesa y por ende, demostrando su inteligencia superior (tal artefacto consistía en un truco pues un hombre se ubicaba dentro de él).
La noción fue revivida en los cincuenta con la construcción de una genuina máquina de jugar ajedrez, llevando a pensar en la posibilidad de medir la inteligencia si se confrontara la máquina con un oponenente humano.
Estas ideas podrían haber concluido en 1997 con la derrota de Garry Kasparov, jugador de ajedrez número uno en el mundo, por la Deep Blue de IBM. Pero no fue así. Lejos de ser el primer paso para demostrar la primacía de la máquina sobre el cerebro humano, se ha demostrado que ensamblar una máquina jugadora de ajedrez es uno de los procesos más simples. Más que emular el complicado proceso de pensamiento humano, las computadoras sencillamente recurren a un número en sus infinitas combinaciones de jugadas. Si se piensa en la cantidad de chips de información de Deep Blue (alimentada por muchos especialistas de ajedrez) se concluye que es un problema de cantidad y no de calidad.
Kasparov se dio cuenta de ello, pero lamentablemente IBM no aceptó una revancha con Deep Blue, pero sí un juego con la nueva computadora Deep Junior. Y por supuesto se ha abierto otra vez la brecha de la especulación sobre la inteligencia humana en caso de que el ajedrecista pierda de nuevo. Esto es una suposición tonta por dos razones: primero, cualquiera de las máquinas termina siendo una creación humana, y segundo, se sabe que la habilidad de jugar ajedrez no equivale para nada a la inteligencia. Nadie se plantea que un auto pueda correr más que el mejor atleta o que una grúa pueda levantar más peso que el hombre más fuerte.
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Este es el resumen del artículo "No tan inteligente" publicado en Febrero 1, 2003 en la revista The Economist.
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